miércoles, 25 de junio de 2008

Senda hacia la nada (11)

Todo se había vuelto confuso e indescifrable. Los recuerdos y las imágenes se agolpaban en mi mente atropellándose unos a otros: las dos mujeres de la escalinata dorada, la anciana, el posadero, el borracho, la escena del pozo, la niña-¿o era acaso un espectro?- mis padres... ¿habían ocurrido realmente?. La duda me angustiaba y me preguntaba si la iniciación recibida en el Templo de Cristal había servido para algo, si en esta dimensión del mundo en la que me encontraba serían útiles las enseñanzas que recibí; tenía la ineludible sensación de haber sido preparado para otra vida muy distinta a esta a la que ahora debía enfrentarme y todos mis esquemas estaban empezando a derrumbarse. Quizás no debí haber entrado nunca en la ciudad innombrable y haber seguido la senda despreocupado; al fin y al cabo el camino tenía que terminar en algún lugar, tenía que llevar a alguna parte donde estaría la llegada definitiva, la última parada. Y si quisiera irme ahora, tendría que dar noticia al gobernador y someterme al juramento por el que mis recuerdos, como una bandada de aves migtratorias, volarían para siempre, olvidando así todo lo referente a la ciudad e impidiendo que al salir diese noticia de su situación o de su nombre secreto. Todo era demasiado inexplicable, demasiado oscuro. Pensé que salir a tomar el aire me ayudaría a centrar mis inextricables pensamientos. Salí por la puerta trasera, no quería cruzarme con nadie. Fue en ese instante cuando la noche me atravesó la carne como si yo fuese transparente.