lunes, 19 de mayo de 2008

Senda hacia la nada ( 3 )

Sobre la grisácea colina podía divisarse la posada. Era cuestión de minutos que llegase hasta ella, sacudirme el polvo del camino y poder decansar y comer algo para restablecer fuerzas con las que proseguir mi caminar.
El terreno había cambiado en esta zona y el camino había pasado de ser amarillento a tener un color parduzco, grisáceo y blanquecino, monótono y desolador. A ambos lados de la senda se podía apreciar el suelo resquebrajado por la insolación, yermo y vacío, sin indicio alguno de vida. Llamé a la puerta. El posadero abrió y sin hablarme, me hizo una señal para que entrase. Así lo hice; al fondo, colgando encima del fuego de la chimenea, hervía un caldero desprendiendo un apetitoso aroma. Junto al fuego una mesa con todo dispuesto para sentarse a comer. El posadero apartó una silla y me invitó a sentarme con otro ademán, pero sin decir nada; era un hombre de gesto severo y equilibrado que inspiraba respeto pero no miedo. Podría tener cualquier edad y ser de cualquier parte del mundo. Tomé asiento y él apartó el caldero de la lumbre y con un cazo me sirvió un plato de su contenido. Olía muy bien y tenía buen aspecto; al menos estaba caliente. Mientras yo comía, el posadero entró en la estancia contigua y apareció con unos rollos con aspecto de pergaminos o trozos de lienzo. Esperó a que yo terminase y entonces despejó la mesa y comenzó a desenrollar los pergaminos. Cuando los había extendido sobre la mesa los golpeó repetida y rápidamente con la punta de su índice, indicándome que los mirase. Yo cogí el de más arriba y empecé a examinarlo y no había hecho sino bajar la cabeza cuando noté que el posadero se había esfumado. No le dí importancia y seguí examinando los pergaminos.
El primero era el dibujo de algo así como un lago de negras aguas, donde miles de caracoles listados cruzaban la superficie dejando una estela pegajosa y brillante. Un pescador intentaba en vano que alguno mordiese el anzuelo.
El siguiente representaba una gran montaña que proyectaba una gran sombra sobre un pequeño pueblo y sus habitantes no conocían la luz del sol.
El tercero era un retrato mío de cuando más joven, de antes de entrar al templo de cristal. No recuerdo haberme hecho ese retrato nunca y no conozco a quienes aparecen en él a mi lado.
En el último había dos mujeres sentadas en la orilla de un estanque: eran ellas, las mujeres de la escalinata dorada. Y el estanque estaba lleno de una mezcla de sangre y lágrimas donde flotaban muertos, con los ojos abiertos y saltones, cientos de peces plateados.