viernes, 6 de junio de 2008

Senda hacia la nada (8)

El jefe de los cambistas y gobernador de la ciudad no salía de su asombro cuando vió ante sí, en mis manos, la piedra ambarina que habría de servirme de moneda para conseguir mis propósitos. En su cara se reflejaba incostetablemente un rictus de sorpresa e incredulidad, una mueca de espanto y admiración como quien ha descubierto el tesoro de su vida. Tomó el mineral en sus manos con suma delicadeza y, sin apartar su vista de él, caminó unos pasos hacia unas puertecillas camufladas por profusos artesonados de repujada madera, sacó una llave de sus ropajes y abriéndolas, depositó con extrema delicadeza lo que debería ser un preciado objeto digno de veneración y admiración. Una vez hecho esto, se volvió hacia mí y dijo con voz queda y solemne:
- la casa es tuya, extranjero. Puedes permanecer el tiempo que quieras en la ciudad, pero he de advertirte que el día que decidas abandonarla deberás notificarlo debidamente, o de lo contrario tan sólo podrás proseguir tu camino perseguido por la maldición que recae sobre los traidores a nuestra ley.
-sea. He aceptado los preceptos y acatado la voluntad de los que rigen sobre vuetras conductas: dadme ahora, pues, las llaves de la que desde hoy ha de ser mi morada.

Fuera, una cabalgata de mounstruos deformes desfilaba al son de trompentas y tambores, ruidosos anunciantes de un triunfo imaginario.